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QUÉ CREEMOS

Declaración de Fe

En general, nuestra iglesia se adscribe a los principios postulados por la Declaración Bautista de Fe de 1689, la cual puede ser revisada aquí. En esta página presentamos un resumen de los principales puntos de nuestra enseñanza:

La Biblia es la Palabra de Dios, nuestra única regla de fe y práctica.

La Biblia es nuestra autoridad absoluta: es exacta, infalible, y aplicable a nuestra vida diaria. 

Las Escrituras fueron inspiradas por Dios. Si bien existieron muchos autores que escribieron cada libro que conforma la Biblia en determinados contextos y épocas diferentes, cada uno fue inspirado por el Espíritu Santo para escribir la Palabra de Dios, de forma que el escrito en su conjunto no contiene error alguno en cuanto a la revelación dada por Él. La Biblia contiene todo el consejo y propósito de Dios para el hombre. 

(2 Timoteo 3:16-17; 2 Pedro 1:20-21)

Existe un solo Dios eterno e inmortal, creador de todas las cosas.

Dios existe en tres personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. 

Dios es único, vivo, verdadero, santo, y soberano sobre todo el Universo. Nada se escapa a su control. Nada en la creación sucede sin su consentimiento. Cada una de las tres personas de la Deidad (o Trinidad) de Dios es digna de la misma adoración y obediencia. Es inmutable, incontenible, omnipresente, omnisciente y todopoderoso; es amoroso, bueno, misericordioso, bondadoso y amante de la verdad, es perdonador y justo en sus juicios, que aborrece todo pecado y nunca tendrá por inocente al culpable. 

(Mateo 28:19; Efesios 2:18; 1 Timoteo 1;17; Deuteronomio 6:4; Lamentaciones 3:37-38, Malaquías 3:6; 1 Reyes 8:27; Jeremías 23:23-24; Apocalipsis 4:8; Isaías 46:10; 1 Juan 3:20; 1 Juan 4:8; Éxodo 34:6-7)

Jesucristo es el Hijo de Dios, y es agente de la creación.

Jesús es Dios encarnado, y fue concebido por obra del Espíritu Santo.

Cristo nació humanamente de la virgen María. Él tiene igualdad en existencia, santidad y eternidad con el Padre. Mientras estuvo en la tierra se hizo semejante a los hombres, siendo al mismo tiempo totalmente hombre y totalmente Dios. Al encarnarse no perdió sus atributos divinos. Todo fue creado por Él, por medio de Él, y para Él. 

(Juan 1:1-14; Isaías 7:14; Mateo 1:23; Filipenses 2:6-8; Colosenses 1:16)

El pecado nos ha separado de Dios.

Todos somos pecadores y estamos alejados de Dios. 

El hombre fue creado por Dios a su imagen y semejanza, por lo cual tiene la capacidad para pensar y sentir, y posee voluntad propia. Dios creó al hombre sin pecado. El hombre decidió pecar, haciéndose esclavo del pecado, con lo cual se rompió la relación de comunión entre Dios y el hombre. Por lo tanto, a menos que sea regenerado por medio del Espíritu Santo, está destinado a la condenación eterna. 

(Génesis 1:27; 2 Timoteo 2:25-26; Romanos 3:23; Romanos 5:12; Romanos 8:6-7; Romanos 7:14; Juan 8:34-36)

Jesucristo es nuestro único y suficiente Salvador.

Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres.

Jesús nació bajo la ley de Dios, la cumplió perfectamente y sufrió el castigo que nos correspondía a nosotros, el cual deberíamos haber llevado y sufrido, siendo hecho pecado y maldición por nosotros; fue crucificado y murió en la cruz por nuestros pecados, aunque sin ver corrupción, y al tercer día, resucitó corporalmente de entre los muertos y ascendió al cielo, convirtiéndose en nuestro intercesor delante del Padre. Él es el único agente de reconciliación entre Dios y la humanidad. Él ahora es nuestro Sumo Sacerdote, y está sentado a la derecha del Padre.

(Romanos 5:8; 1 Pedro 3:18; 1 Timoteo 2:5; Hechos 4:12; Juan 14:6; Gálatas 4:4; Filipenses 2:8; Juan 20:25-27; Hebreos 7:25; Hebreos 8:1-2; Hebreos 10:12)

Jesucristo es el Señor.

El Padre le ha dado toda autoridad y está sentado en el lugar de máximo honor.

Jesús es la cabeza de la Iglesia, y como tal, es nuestro único Rey y Señor. En su naturaleza humana así unida a la divina, en la persona del Hijo, fue santificado y ungido con el Espíritu Santo sin medida, teniendo en sí todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento, y agradó al Padre que en Él habitase toda plenitud, a fin de que siendo santo, inocente y sin mancha, y lleno de gracia y de verdad, fuese completamente apto para desempeñar el oficio de mediador y fiador; el cual no tomó por sí mismo, sino que fue llamado por su Padre, quien también puso en sus manos todo poder y juicio, y le ordenó que lo cumpliera. Por haberse humillado voluntariamente, Dios le dio el nombre que es por sobre todos los demás nombres, haciéndolo soberano por sobre todos los gobernantes o autoridades, de este mundo y del venidero, visibles o invisibles, y poniendo todo debajo de sus pies. 

(Mateo 28:16-20; 1 Corintios 11:3; Filipenses 2:9-11; Hebreos 7:26; Juan 1:14; Hebreos 5:5; Juan 5:22-27; Mateo 28:18; Hechos 2:36; Efesios 1:17-23; Colosenses 2:8-15)

La salvación es por gracia.

La salvación es un regalo de Dios, obtenida sólo a través de la fe en Cristo, por la voluntad de Dios, y para su gloria.

Dios nos amó y escogió en Cristo desde antes de la fundación del mundo, para que seamos santos e intachables a sus ojos. Él otorga la salvación como un regalo gratuito a quienes han puesto su fe en el Hijo. La salvación no está basada en mérito humano alguno, sino en el sacrificio perfecto de Cristo. Dios decidió de antemano adoptarnos como parte de su familia al acercarnos a sí mismo por medio de Jesucristo. Lo hizo de acuerdo a su voluntad, y le dio gusto hacerlo. Por ello, alabamos a Dios por la abundante gracia que derramó sobre nosotros, quienes ahora pertenecemos a su Hijo amado. Esta elección soberana de Dios, sin embargo, no niega ni contradice la responsabilidad del hombre de arrepentirse genuinamente de sus pecados, ya que en todo es responsable de sus acciones. Habiendo sido llamados, escogidos y arrepentidos, y por obra del Espíritu Santo, somos regenerados, vivificados y renovados, radicalmente transformados, teniendo entonces una nueva vida en Cristo Jesús.

(Efesios 2:8-9; 2 Timoteo 1:9; Efesios 1:4-7; Juan 1:12-13; Juan 6:44; Juan 3:36; Santiago 1:13-14; Juan 3:3-7)

El perdón de pecados es sólo a través de Jesús.

Dios nos declara justos cuando ponemos nuestra fe en Cristo, y nos santifica por medio de su Palabra.

Sin derramamiento de sangre no hay perdón de pecados. Sin embargo, a quienes Dios llama gratuitamente, también justifica gratuitamente por su gracia. Es sólo a través del sacrificio de Cristo en la cruz, y a que Él derramó su sangre por nosotros, que podemos acceder al perdón de pecados. Él sufrió, voluntariamente, el castigo que merecíamos. Al creer en el corazón y declarar con la boca que Él es el Señor, somos salvos de la muerte, y pasamos de la esclavitud a la libertad, de la oscuridad a la luz, y de muerte a la vida. La fe, que es requisito para recibir a Cristo, es, entonces, instrumento de justificación, no estando muerta o inactiva, sino que se refleja en obras por amor. Y así como hemos sido justificados, Dios nos aparta para Él. Por tanto, en Cristo, somos declarados santos y posicionados como tales. Así, día a día, y a través de la Palabra, somos santificados por el Espíritu y la fe en la verdad, creciendo en la gracia y perfeccionando la santidad en el temor de Dios, en obediencia a los mandatos que Cristo, como cabeza de la iglesia y rey, ha prescrito en su Palabra. 

(Hebreos 9:22; 1 Corintios 6:20; Romanos 3:22-24; Romanos 10:9, Romanos 1:17; Filipenses 3:9; Gálatas 5:6; Santiago 2:17-26; 2 Pedro 3:18; 1 Corintios 1:2; 1 Corintios 1:30; 1 Corintios 6:11; 2 Tesalonicenses 2:13; 2 Corintios 7:1; 2 Corintios 3:18; Mateo 28:20)

La Iglesia es el cuerpo de Cristo.  

Todo aquel que ha puesto su fe en Jesús como Señor y Salvador, a través del Espíritu Santo, forma parte de la Iglesia.

La Iglesia es una, universal, y está compuesta por la comunidad de aquellos que han sido reunidos en un cuerpo bajo la cabeza, que es Cristo, su única y absoluta autoridad suprema. La Iglesia no puede ser separada del Señor; es su esposa. La Iglesia ha sido llamada a ser pura y sin mancha, y tiene la responsabilidad de anunciar la obra de redención y dar a conocer la sabiduría de Dios, siendo cada miembro de ésta agente de transformación en el ámbito de acción en que se encuentre inmerso, viviendo una vida servicial y digna, conforme al llamamiento dado por Dios. Cada creyente tiene el deber de participar activamente en la vida de la iglesia local, orando por el bien y la comunión tanto de la propia iglesia local, como por las iglesias de Cristo en todo lugar. En cada iglesia, Dios ha dispuesto líderes para guiar y dirigir al pueblo. Estos líderes son reconocidos por la misma congregación, en la medida que el Espíritu Santo los hace surgir. Existen líderes espirituales, los ancianos, y líderes en funciones de servicio, los diáconos. Los líderes deben tener buen testimonio, ser íntegros, serviciales y, en general, cumplir los requisitos bíblicos para ejercer dichas funciones, cuidando guardar la comunión de la iglesia y haciéndolo para la gloria de Dios y no la propia. Aunque sea la responsabilidad de los líderes o pastores de las iglesias, según su oficio, estar constantemente dedicados a la predicación de la Palabra, la obra de predicar la Palabra no está tan particularmente limitada a ellos, sino que otros también dotados y calificados por el Espíritu Santo para ello, y aprobados y llamados por la iglesia, pueden y deben desempeñarla. Asimismo, todos aquellos que son convocados y parte de la comunión de la iglesia, también están sujetos a la disciplina y el gobierno de la misma, conforme a la norma de Cristo.

(Efesios 1:22-23; Efesios 5:23; Colosenses 1:18-24; Hebreos 10:25; 1 Corintios 11:3; 1 Timoteo 3:1-13; Tito 1:5-9; 1 Pedro 5:1-5; Hebreos 13:7-17; Efesios 3:10-11; Hechos 8:5; Hechos 11:19-21; 1 Pedro 4:10-11; 2 Tesalonicenses 3:14-15; 1 Corintios 5:12-13)

La Iglesia tiene dos ordenanzas instituidas por Cristo.

Jesús instituyó el Bautismo y la Santa Cena para ser celebradas en la Iglesia. 

El Bautismo por inmersión, que practicamos después de haber creído en Cristo como Señor y Salvador, es una representación de nuestra unión con Él, al morir al pecado y al resucitar a una nueva vida; una señal de su comunión con Él en su muerte y resurrección, de estar injertado en Él, de la remisión de pecados y de nuestra entrega a Dios por medio de Jesucristo para vivir y andar en una vida nueva. Cada creyente debe ser bautizado voluntariamente como testimonio público de su fe en Cristo y no como instrumento de salvación, siendo sumergido completamente en el agua, bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. (Mateo 28:19; Efesios 2: 8-9; Romanos 6:3-5; Colosenses 2:12; Gálatas 3:27; Mateo 28:18-20). Por su parte, la Comunión o "Santa Cena" fue instituida por nuestro Señor Jesucristo en su última cena con los discípulos, para que fuese celebrada por creyentes de manera regular como un recordatorio de lo que Él hizo por nosotros en el Calvario, de forma memorial, en gratitud y honra, y sin poder salvífico, siendo el pan y el vino figuras del cuerpo y la sangre de Cristo, mas sólo figurativamente, ya que en sustancia y en naturaleza, esos elementos siguen siendo verdadera y solamente pan y vino. Antes de esta celebración, el creyente debe examinarse y pedir perdón por sus pecados, de lo contrario traería juicio sobre sí mismo (Mateo 26:26-30; Lucas 22:19-20; 1 Corintios 11:26-29).

Cristo volverá por su Iglesia.

Creemos el retorno inminente de nuestro Señor Jesucristo, mas no sabemos el día ni la hora. Esta segunda venida será corporal, visible por todos, creyentes y no creyentes. Por tanto, debemos vivir nuestras vidas como si Cristo fuese a retornar hoy. Creemos que, al final de los tiempos, posterior al regreso del Señor, Dios juzgará a los hombres en el día del juicio. Respecto de la muerte, entendemos que los cuerpos de los hombres vuelven al polvo después de morir y ven la corrupción. Las almas de los justos (los que duermen), siendo entonces perfeccionadas en santidad, son recibidas en el Paraíso donde están con Cristo, y contemplan la faz de Dios en luz y gloria, esperando la plena redención de sus cuerpos. Las almas de los malvados son arrojadas al infierno, donde permanecen atormentadas y envueltas en densas tinieblas, reservadas para el justo juicio del gran día. Fuera de estos dos lugares para las almas separadas de sus cuerpos, las Escrituras no admiten ningún otro. Al final de los tiempos, ocurrirá la resurrección del cuerpo de todos, santos e injustos; los primeros heredarán la vida eterna y los últimos sufrirán tormento eterno. 

(Mateo 24:3-44; Daniel 9:24-27; Daniel 12:11; Apocalipsis 11:2-3; Apocalipsis 12:6; Apocalipsis 13:5; Apocalipsis 20:1-4; 1 Tesalonicenses 4:13-17; Hechos 24:15; Mateo 25:31-46)

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